
La lección de la Berlin Fashion Week fue moda llena de autenticidad y sin pretensiones
En un mundo donde muchas capitales de moda aún miden su valor en relación con las “Cuatro Grandes”, Berlín se permitió algo más radical: no querer parecerse a nadie. Y es justamente ahí donde radica su fuerza. La edición de la Berlin Fashion Week Primavera/Verano 2026 ha demostrado que no se trata de competir con París, Nueva York, Londres o Milán, sino de construir un diálogo propio. La ciudad no grita por atención: simplemente habla. Y cuando lo hace, el ecosistema global escucha.
El espíritu berlinés —irreverente, autónomo, y con los pies firmemente anclados en su identidad— ha cultivado una escena donde compradores, marcas y patrocinadores emergen no por imitación, sino por afinidad. Porque lo que sucede aquí no busca ser otra cosa: es Berlín siendo Berlín. Y eso, en estos tiempos, resulta magnético. El resultado es una de las ediciones más ardientes —casi literalmente, con temperaturas que rozaron los 38°C durante la semana— pero que ni siquiera el calor logró aplacar. La energía fue palpable, sostenida por una escena que sabe que lo más potente que puede ofrecer es su verdad.





Clara Colette Miramon abrió la semana con un show sobre la Rosa-Luxemburg-Strabe, buscando acercar la moda a un público más amplio y no tradicional. Inspirada en la indumentaria médica —específicamente de enfermeras de los años 60—, la colección se presentó en un entorno escenográfico que incluía una ambulancia con el nombre de la marca y camas de hospital y rehabilitación. La propuesta giró en torno a la idea del cuerpo como espacio político: moldeado, intervenido, transformado. Por su parte, Milk of Lime, de Julia Ballardt y Nico Verhaegen, regresó a la pasarela con Chime, una colección que reafirma con honestidad la identidad de la marca. A través de siluetas fluidas y materiales ligeros, la propuesta establece un diálogo entre referencias folclóricas germano-belgas y elementos tomados de la fauna y la botánica. Una entrega consistente que continúa explorando las posibilidades formales desde lo textil.




Sia Arnika presentó Summer Time Sadness, una colección que reflexionó sobre las inseguridades, la nostalgia y el caos del crecimiento personal. El escenario —una locación amplia con una limusina en el centro— acompañó una serie de prendas que parecían llevar la huella de un verano emocionalmente intenso. Mallas, telas frescas, satinadas y contrastes bien pensados definieron la atmósfera general del desfile. Mientras tanto, Marie Lueder, con SLVY, trasladó el mito de San Jorge y el Dragón al lenguaje contemporáneo de la moda. La diseñadora reinterpretó el enfrentamiento desde la compasión y la vulnerabilidad, cuestionando las nociones tradicionales de bien y mal. Fiel a su estilo, la colección estuvo cargada de simbolismos y propone nuevas formas de reutilizar y resignificar prendas antiguas, en un ejercicio de memoria, estrategia y emoción.




David Koma exploró el imaginario colectivo en torno a figuras como David Beckham y el David de Miguel Ángel, en una colección masculina que cruza la escultura clásica con la cultura pop de los 2000. Con pedrería, abrigos de piel, vaqueros, sastrería y flip-flops como elemento disruptivo, la propuesta reflexiona sobre la obsesión mediática por la imagen masculina y los íconos construidos. Haderlump, con Exilibris, reafirmó su postura frente al mercado: evitar las tendencias en favor de un estilo propio. Con el uso de telas vaporizadas, materiales pesados y formas geométricas, la marca construyó un lenguaje visual que celebra la autenticidad, la audacia y la libertad de explorar posibilidades estilísticas sin comprometer el discurso.




SF10G presentó una colección que parte del amor adolescente y la sensibilidad del grunge e indie de los 2000. La propuesta se movió entre la sastrería, encajes delicados y una serie de piezas desarrolladas en colaboración con el tatuador Cvasekdomi. El resultado fue una reflexión sobre lo frágil del afecto, la belleza de la intensidad emocional y los finales no siempre felices. En otra pasarela, Ottolinger, de Christa Bósch y Cosima Gadient, regresó a su ciudad con Heidi, como parte de la intervención de Reference Studios. “Heidi es tu hermana mayor más cool”, dijeron las diseñadoras, y el desfile —abierto por Kim Petras al ritmo de Scheiße de Lady Gaga—encapsuló esa fuerza: una mujer que vive con intensidad, que no pide permiso y que reescribe las reglas a su manera. Una pasarela potente en contenido y forma.




Gerrit Jacob presentó Game Over en formato fashion film y performance. En un espacio apenas iluminado, el suelo cubierto por billetes falsos con imágenes explícitas servía como telón de fondo. Los modelos, no convencionales, reposaban sobre sillas vistiendo piezas que cuestionaban el valor del dinero y lo posicionaban como símbolo de opresión. La colección reflejó una crítica directa a la precariedad contemporánea. Ioannes, con Better Grow Thorns Than Thicker Skin, marcó su regreso a Berlín tras su paso por Londres y París. Desde el Orangerie del Schloss Charlottenburg, su propuesta invitó a pensarse en tiempos de incertidumbre. Con un largo mantel y copas de cristal listas para un evento imaginario, la colección mostró prendas voluminosas, telas fluidas y cortes audaces que visten a una mujer fuerte y consciente de su poder.


Kitschy Couture, con su colección Heimweh, reflexionó sobre lo que significa crecer en Alemania como inmigrante, esta vez desde una estética grunge maximalista. La propuesta no temió al exceso y celebró la libertad de ser muchas cosas a la vez. Bajo la dirección de Abarna Kugathasan, la marca trabajó con materiales tradicionales como saris vintage de los años 90 y 2000, y se aventuró a retratar el nostálgico imaginario estilístico que marcó su adolescencia. Con referencias cruzadas y una actitud decididamente rebelde, reivindicó el “más es más” como una forma de autodefinición en movimiento. Un tributo a las prendas que acompañan y atraviesan generaciones, y una manera de reinterpretar siluetas ya familiares al mejor estilo de Kitschy Couture.





MARKE presentó The Summer I Never Had, una colección que tomó como punto de partida la edad queer, la conexión con el pasado y el romanticismo en contextos inciertos. Inspirado en novelas como Maurice, Swimming in the Dark y Young Mungo, Mario Keine construyó un universo donde el deseo y la crítica social coexisten. El amor homosexual, muchas veces empujado a la marginalidad, encontró aquí una forma de manifestarse sin restricciones. Prendas con prints florales, telas vaporosas, siluetas fluidas y jacquards contrastaron con jerseys y elementos deportivos, componiendo un relato íntimo que encontró fuerza en lo vulnerable. Además, Andrej Gronau presentó una colección que expande su universo visual con una madurez cada vez más evidente. Sus ya reconocibles estrellas y estampados llamativos se equilibraron esta vez con materiales más clásicos, dando lugar a piezas de punto y sastrería que funcionaron como atuendos ideales para un verano estilizado, emocional y personal. La propuesta no perdió su energía lúdica, pero sí sumó una mayor claridad en su construcción estética.



Para cerrar, Buzigahill, con su colección Return to Sender, volvió a poner en primer plano la dimensión política de la moda. Partiendo de prendas de segunda mano que llegaron a Kampala —sede de la marca— la propuesta consistió en intervenirlas y devolverlas, simbólica y literalmente, al norte global. Cada pieza incluyó registro de su origen, materiales y número de identificación. El resultado mezcló ropa deportiva y sastrería clásica, e incorporó materiales biodegradables hechos a partir de mandioca y gelatinas. La colección también destacó por sus bordados con frases como Try Jesus, inspirados en la iconografía de los minibuses de Kampala, y por colaboraciones con el proyecto Milaya, un colectivo de mujeres sursudanesas en el campo de refugiados de Bidi Bidi, que aportaron labores tradicionales de aguja como parte del bordado.
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